jueves, 13 de febrero de 2014

Relato breve.

Estarás en algún rincón de la casa releyendo, sin parar, la carta. Siempre es mejor dejar por escrito lo que uno quiere decir; al fin y al cabo, las palabras se las lleva el viento. Y aunque el papel lo aguante todo, el papel de la carta no aguanta todo lo que se escribió en él. Tus lágrimas intentan borrar los sentimientos reflejados en esa carta y maldices una y otra vez porque parece que se ha escrito con un bolígrafo de tinta permanente.

Te levantas y descubres que por fin parece que sale el sol. Te acuerdas como su pelo era color cerveza cuando le daba el sol. Los chistes tontos en la playa, la siestas hasta el atardecer en la orilla, la manera en la que parecía que el mundo era un lugar distinto a su lado. Y aunque haya salido el sol en Madrid  pasas por la Cibeles muy temprano por la mañana y te entristece lo sola que está. Majestuosa diosa solitaria. Nadie puede acercarse a ella porque algún vandálico decidió robarle una mano hace un par de años y, desde entonces, está retenida entre vallas. Ni siquiera pasan taxis por su lado. Entonces piensas en ella, en tu diosa; en si estará igual de sola que la Cibeles o si alguien estará ocupando tu hueco en su cama. No quieres pensarlo porque se te pone un nudo en el estómago muy incómodo. Es más fácil ser cobarde que ser valiente; rendirse que luchar, huir que dar la cara.

Echas de menos casi todo de ella, pero tu ego es tan grande que nada en el mundo te permitiría reconocerlo. Si. Echas de menos su olor, la sonrisa de por las mañanas, el olor a café y a tostadas, los desayunos, su irracionalidad, su bendito corazón loco, su bondad, su drama; echas de menos hasta el tacto de sus lágrimas recorriendo tus mejillas. Echas de menos el mundo con ella y, muy en el fondo, te arrepientes aunque creas que caminas por el sendero correcto.

"¿Por qué dejo que mi pasado y el futuro ocupe tanto de mi presente?", te preguntas una y otra vez de camino a la oficina. Aquel lugar que te parece aburrido y monótono. Pero decides, una vez más, no pensar. ¿Para qué hacerlo? Sólo te crea un tormento emocional que eres incapaz de digerir. Y vuelves a casa, al sofá sin ella, a la cama sin compañía, a las cenas frías y solitarias. Te vas luchando por la libertad sin darte cuenta de que ella no te quitaba lo que la libertad te da. Sientes pena. Mucha pena. Pero pensar que has hecho lo correcto te consuela: es lo único que puede consolar una decisión repentina.

Y así van pasando los días, tranquilos. Sin altos ni bajos, lineales, como muchos creen que debe ser la vida. Sin montañas rusas ni vaivenes. Echando balones fuera. Con poca introspección, sin asumir que estás bien contigo mismo y sin, obviamente, ponerle remedio. Y la pierdes. Sabes que cada vez que abre y cierra las pestañas el amor que sentía hacia ti se va evaporando. Sabes también que se ha subido a los tacones y que está conociendo a gente; porque sabes que esa es su manera de sobrellevar los duelos.

Así que permaneces, impasible, perezoso, viendo como se va. No es nada grave; lo llevas haciendo toda la vida y el 90% de la gente que te rodea lo hace. No te importa pensar y olvidarte de vivir. Como si fuera a venir algún día tu hada madrina a tocarte con una varita mágica.

Pero es que claro, vivir es más fácil con los ojos cerrados...  

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